miércoles, 3 de abril de 2013

Semana Santa en Pontevedra

La casa de mi madre ya sabe que ella no está.
El cristal de los adornos del salón se ha puesto opaco.
En las lámparas (parece increible) han comenzado a aparecer pequeñas telarañas que recuerdan a esas de los caserones abandonados.
En las jardineras han comenzado a crecer malas hierbas. Mi madre llevaba ya mucho tiempo sin cuidar las jardineras y, sin embargo, no aparecían malas hierbas. Siempre pensé que la tierra estaría ya tan empobrecida que no era posible que ahí creciese nada y, ya ves, desaparece mi madre y los hierbajos se atreven a crecer a sus anchas.
He pensado en sembrar flores silvestres, algo que compita con las malas hierbas, que las oculte o las haga parecer bonitas y mantener de algún modo más viva a mi madre también en sus jardineras. Y a la vez que imagino el salón con ese "marco" de florecitas, pienso en si merecerá la pena, si alguien en esa casa notará la diferencia y recuerdo con nostalgia las horas que pasamos, mi madre y yo, cuidando las jardineras.
Mi madre, como si no tuviese suficiente trabajo con la casa, el marido y los cuatro hijos, regaba una por una las jardineras de las ventanas de su casa, que no son pocas. En verano, con el calor, el trabajo era casi diario y yo pasé pronto de acompañarla a sustituirla. No sólo le quité el trabajo sino que yo me lo adjudiqué encantada, porque las plantas para mí siempre han sido un placer y una de mis aficiones favoritas, hasta que se convirtieron en mi profesión. No sé si esto también me lo inculcó mi madre, ahora que analizo mi vida constantemente y observo lo mucho que de ella hay en mí (y en mis hermanas). En cualquier caso, como siempre, me dejaba hacer, aunque supongo que de pequeña molestaba más de lo que ayudaba, pero nunca sentí que a ella le incordiase lo más mínimo, al contrario.
Recuerdo el ritual, el orden de "los jarrazos": la cocina, mi habitación, la de mi hermana, el salón... recuerdo los grifos que tenía más cerca en cada caso y, por supuesto, la sucesión de especies: en la cocina crecían unos frondosos geranios hiedra con flores rosadas, aunque también tuvimos perejil, que no es tan bonito, pero que nos hacía especial ilusión, porque nos lo comíamos. En nuestra habitación (de mi hermana y mía) hubo un tiempo unas azaleas que a mí me encantaban, a pesar de que no las veía mucho con la ventana cerrada, pero yo sabía que estaban ahí y las disfrutaba al regarlas. El salón se llevó una de las peores partes, porque el viento y el sol en verano hicieron casi imposible que pudiese haber otra cosa que geranios, que no son muy de mi gusto. Lo bueno es que florecían tanto que, la verdad, compensaban y además casi no había que cuidarlos. También tuvimos fresas, poquitas y pequeñas, pero cada fruto de "la cosecha" lo celebrábamos como un manjar. A mí me llamaba especialmente la atención una especie de cactus o más bien planta crasa (esto lo aprendí con el tiempo) que crecía en la jardinera de mi hermana casi por generación espontánea y se multiplicaba una y otra vez por una especie de florecitas que iba desperdigando. Me tenía fascinada.
Cuántas plantas... cuántas jardineras... cuantas jarras de agua al volver de la playa.... cuantos recuerdos de mi madre por casa, sin parar nunca, llena de vida y energía, deshaciendo las bolsas de la playa, calentando la leche después de la cena, haciendo los colacaos...
Por eso intentaré sembrar flores silvestres, porque mientras vivió mi madre no hubo malas hierbas en su casa.
Por suerte las orquideas han reaccionado de otra forma y, lejos de abandonarse como el resto de la casa, no paran de florecer. Mientras mi madre estuvo enferma no dejaron de hacerlo y durante el mes de agosto, cuando ella murió, también. Ahora, en Semana Santa, han vuelto a florecer, y así al menos algo o alguien (quién sabe) en esa casa, nos da la bienvenida con los brazos abiertos, rebosando alegría, como siempre hacía mi madre.