martes, 24 de septiembre de 2013

Desterradas

Cuando mi hermana mayor se casó, mi madre le entregó una llave de casa a mi cuñado (su primer yerno) para hacerle saber que aquella era a partir de entonces también su casa y permitirle entrar y salir de ella como tal.
A lo largo de mi vida he podido ver cómo mi madre acogía en casa a hermanos, sobrinos, hijos, parejas de hijos, nietos, amigos y un largo etcétera de gente. Nunca negó un plato de comida y una cama a nadie y su generosidad respecto a sus invitados podía durar desde unas horas hasta meses.
Estoy segura de que a mi madre le habría encantado tenernos en casa siempre, sin que nunca nos hubiésemos ido. No llevó bien el momento en que cada uno nos fuimos yendo, a pesar de que sabía que era esa famosa "ley de vida"y que lo mejor para cada hijo es seguir su propio camino y destino. De haber podido, nos habría hecho un hueco en su casa, con parejas e hijos incluidos y habría vivido así de lo más feliz. 
En cualquier caso, aprendió a conformarse con las visitas y disfrutaba una barbaridad de los momentos en que nos tenía cerca, viviendo de la manera más parecida a ese sueño imposible.
Cada vez que mi hermana mayor y su familia tenían que volver a Madrid después de una temporada en Pontevedra, a mi madre se le partía el alma y tardaba unos días en acostumbrarse de nuevo a la ausencia y al silencio de las habitaciones vacías. 
Cuando se puso enferma, yo empecé a ir más a menudo a Pontevdra, todos los fines de semana y festivos que pude. Nuestras visitas y sobre todo la de mi hijo recién nacido la reconfortaban mucho y le hacían revivir de una manera más que aparente. De igual manera, cualquier visita de mi otra hermana (la que vive en Pontevedra) y su familia la llenaban de vida. Y todas y cada una de esas veces, cada vez que llegaba el momento de irnos, su cara reflejaba el disgusto por tenernos lejos de nuevo, aunque fuese por unos días. 
A mí no se me olvida una frase que nos dijo un día, un domingo que nos volvíamos después de uno de los últimos fines de semana, cuando la enfermedad ya avanzaba de manera notable. A mí no se me olvida, pero mi marido me lo recuerda con frecuencia, porque también a él se le quedó grabada la cara de mi madre al decir "os pondría un candado en la puerta cuando decís que os vais".
Mi madre observaba con envidia las típicas imágenes en televisión en las que salen los agraciados del gordo de la lotería de Navidad. Decía que nada le gustaría más que ser una de esas personas que cuando el locutor de turno pregunta "¿qué va hacer con tanto dinero?" contesta que le va a poner un piso a cada hijo, que no podía imaginar más felicidad que poder hacer eso.

Este verano mi hermana mayor y su familia, como todos los años, pasaron las vacaciones de verano en casa de mi madre. El penúltimo día, mi padre les dijo que no podían volver en Navidad, que quizá alquilase la casa o parte de las habitaciones o ya vería...
Lo hace y puede hacerlo (legalmente), pero no sé por qué.
El caso es que da igual. Da igual que la casa sea también nuestra, da igual que mi madre nunca hubiese imaginado ni aprobado algo así, da igual que no entendamos nada... no vamos a volver a donde no nos quieren. Y pensamos entonces en llevarnos de casa de mi madre nuestras cosas pero te plantas en tu habitación y empiezas a mirar y nada tiene sentido: ¿me llevo mi cama? ¿me llevo los cuadros de mi habitación que no encajan en mi casa? ¿los pijamas que no necesito? ¿juguetes de mis sobrinos que ya no usan? ¿y cómo me llevo los recuerdos de toda una vida? ¿cómo empaqueto la sensación que tengo cuando estoy aquí de que mi madre está en casa? ¿cómo me llevo los atardeceres que veo desde la ventana del salón? ¿en qué bolsa meto los olores y los ecos de la voz de mi madre?
Así que nos fuimos, como se suele decir, con una mano delante y otra detrás, con la bofetada puesta y la pregunta "¿cuándo podré volver?" resonando en la cabeza. 
En 15 días volví a Pontevedra, de hotel, claro. La sensación era extraña, como si estuviese de vacaciones en otro sitio, pero quería obligarme a tomar esa nueva vida cuanto antes, sin mirar atrás, sin preguntarme de nuevo POR QUÉ y sin darle más vueltas buscando otra solución. Y me centré, como siempre, no en lo que pierdo, sino en lo que tengo, así que nos rodeamos de familia y amigos y pasamos un fin de semana realmente estupendo. 
El sábado, después de estar en la playa con mi hermana y su familia, volvimos al hotel para arreglarnos y salir con mis amigos. Al pasar cerca de casa de mi madre, mi hijo (2 años) preguntó por qué no íbamos a casa de la abuela. Hay preguntas que no tienen contestación.
Cenamos y reimos y al volver, no a casa, sino a la habitación de un hotel (sin recuerdos, sin olores, sin voces) el sonido de varios mensajes en el teléfono sonó insistentemente. Era mi sobrina. Estaba en un concierto de Amaral y me mandaba la grabación del estribillo del que yo hablé en el funeral de mi madre (mi homenaje). Decía que, al oirlo, se había acordado de mí y de ella. Lo escuché y sonreí, claro, y la sonrisa me duró un buen rato y seguí sonriendo al día siguiente al recordarlo y cada vez que oigo la grabación. Y me pareció un momento increíble y una coincidencia aun más asombrosa que justo al llegar al hotel, en ese momento, llegase semejante "ayuda". Y creí en la magia, en la que existe entre las personas que se quieren, en la que existe en las personas que nunca se van aunque se mueran y en la que no se va aunque te echen de casa de tu madre en Navidad. Y de nuevo supe que nadie me puede quitar lo más valioso que tengo y que desde allí donde esté, mi madre no nos deja solas.